Extraído del libro “La Importancia de Vivir” de Lin Yutang
El mejor conocimiento de nuestras funciones corporales y procesos mentales nos da un punto de vista más cierto y más amplio sobre nosotros mismos y quita a la palabra “animal” algo de su mal sabor de antes. El viejo proverbio de que “comprender es perdonar” resulta aplicable a nuestros procesos corporales y mentales.
Puede parecer extraño, pero es cierto, que el mismo hecho de tener una mejor comprensión de nuestras funciones corporales nos imposibilita para mirarlas con desdén. Lo importante no es decir si nuestro proceso digestivo es noble o innoble; lo importante es comprenderlo, nada más, y con ello, quién sabe por qué, se hace extremadamente noble. Esto es cierto en cuanto a toda función o todo proceso biológico en nuestro cuerpo, desde la transpiración y la eliminación de desperdicios hasta las funciones del jugo pancreático, la bilis, las glándulas endocrinas y los más finos procesos emotivos y cognitivos. Uno no desprecia ya el riñón; trata solamente de comprenderlo; y uno no mira ya a un diente enfermo como a un símbolo del perecimiento final de nuestro cuerpo y un recuerdo de que debemos atender al bienestar de nuestra alma, sino que va sencillamente a ver al dentista, lo hace examinar, explicar y componer debidamente. En cierto modo, un hombre que sale del consultorio del dentista ya no desprecia a sus dientes, sino que tiene un acrecido respeto por ellos…porque va a roer manzanas y huesos de pollo con creciente deleite.
Y a propósito del metafísico superfino que dice que los dientes pertenecen al diablo, y de los neoplatónicos que niegan la existencia de dientes individuales, recuerdo que siempre me produce un deleite satírico ver a un filósofo que sufre de dolor de muelas o a un poeta optimista afectado de dispepsia. ¿Por qué no sigue con sus disquisiciones filosóficas, por qué se lleva la mano a la mejilla, igual que usted, que yo o que la mujer de la casa vecina? Y, ¿por qué parece tan poco convincente el optimismo a un poeta dispéptico? ¿Por qué no canta más? ¡Cuán desagradecido es, pues, al olvidar los intestinos y cantar acerca del espíritu cuando los intestinos se portan bien y no le causan molestia!
La ciencia, si algo nos ha enseñado, es un mayor respeto por nuestro cuerpo, al hacer más profundo el sentido de extrañeza y misterio de sus trabajos. En primer término, genéticamente, comenzamos a comprender cómo estamos aquí, y vemos que, en lugar de estar hechos de barro o arcilla, nos hallamos sentados en lo alto del árbol genealógico del reino animal. Debe ser ésta una hermosa sensación, suficientemente satisfactoria para todo hombre que no se haya embriagado con su propio espíritu. No es que yo crea que hace millones de años vivieron y murieron los dinosaurios a fin de que nosotros pudiéramos caminar hoy erguidos con las dos piernas sobre la tierra. Sin tan gratuitas presunciones, la biología no ha destruido una pizca de la dignidad humana, ni arrojado dudas sobre el criterio de que somos probablemente los más espléndidos animales jamás aparecidos en esta tierra. De modo que esto es muy satisfactorio para todo hombre que quiera insistir en la dignidad humana.
En segundo lugar, nos impresiona más que nunca el misterio y la belleza del cuerpo. El funcionamiento de las partes internas de nuestro cuerpo y la maravillosa correlación entre ellas fuerzan en nosotros una idea de la extrema dificultad con que se producen esas correlaciones, y la extrema sencillez y finalidad con que, de todos modos, se cumplen. En lugar de simplificar estos procesos químicos internos explicándolos, la ciencia los hace tanto más difíciles de entender. Esos procesos son increíblemente más difíciles de lo que se imagina por lo común el lego sin conocimientos de fisiología. El gran misterio del universo es similar en calidad al misterio del universo interno. Cuanto más trata un fisiólogo de analizar y estudiar los procesos biofísicos y bioquímicos de la fisiología humana, tanto más aumenta su asombro. Sucede así hasta el extremo de que a veces obliga a un fisiólogo con espíritu amplio a aceptar el punto de vista del místico, como en el caso del doctor Alexis Carrel (1).
Convengamos o no con él en las opiniones que da en El hombre, una incógnita, debemos estar de acuerdo con él en que ahí están los hechos, inexplicados e inexplicables. Comenzamos a adquirir una idea de la inteligencia de la materia misma: Los órganos están correlacionados por los fluidos orgánicos y el sistema nervioso. Cada elemento del cuerpo se ajusta a los otros, y los otros a él. Este modo de adaptación es esencialmente teleológico. Si atribuimos a los tejidos una inteligencia de la misma especie que la nuestra, como lo hacen los mecanicistas y los vitalistas, los procesos fisiológicos parecen asociados con miras al fin que debe lograrse. Cada parte parece conocer las necesidades presentes y futuras del todo, y procede de conformidad. La significación de tiempo y espacio no es para nuestros tejidos la misma que para nuestra mente. El cuerpo percibe lo remoto así como lo cercano, lo futuro así como lo presente (2). Y nos extrañaría, nos dejaría atónitos, saber, por ejemplo, que nuestros intestinos cierran sus propias heridas, enteramente sin nuestro esfuerzo voluntario:
La vuelta herida se hace inmóvil primero. Queda temporalmente paralizada, y así se impide que la materia fecal pase al abdomen. Al mismo tiempo, alguna otra vuelta intestinal, o la superficie del omento, se aproxima a la herida y, debido a una conocida propiedad del peritoneo, se adhiere a ella. Dentro de las cuatro o cinco horas la abertura queda cerrada. Aunque la aguja del cirujano haya juntado los bordes de la herida, la cicatrización se debe a una adhesión espontánea de las superficies peritoneales (3).
¿Por qué despreciamos el cuerpo cuando la misma carne demuestra tal inteligencia? Después de todo, estamos dotados de un cuerpo que es una máquina que se nutre, se regula, se repara, se pone en movimiento y se reproduce por sí sola, que se ínstala en el nacimiento y dura como un buen reloj de pie durante tres cuartos de siglo, y requiere muy poca atención. Es una máquina provista de visión y de oído inalámbricos, con un sistema de nervios y linfa mucho más complicado que el más complicado sistema telefónico y telegráfico del mundo. Tiene un sistema de archivo de informes manejado por un vasto complejo de nervios, con tal eficiencia, que algunos archivos, los menos importantes, se guardan en el desván y otros se guardan en un escritorio más conveniente, pero los que se guardan en el desván, que pueden tener treinta años y a los que rara vez se recurre, están siempre allí y a veces pueden ser encontrados con la velocidad de un rayo y con eficiencia. También consigue funcionar como un automóvil, con amortiguadores perfectos y absoluto silencio en los motores, y si este automóvil tiene un accidente y se rompen sus cristales o el volante, el coche exuda automáticamente o fabrica una sustancia para reemplazar el cristal, y hace lo posible por que crezca un volante, o por lo menos logra atender a la dirección con un extremo hinchado del eje del volante; porque debemos recordar que cuando se corta uno de nuestros riñones, el otro se hincha y aumenta sus funciones para asegurar el paso del volumen normal de orina.
Además, esta máquina mantiene su temperatura normal con diferencias de apenas una décima de grado, y fabrica sus productos químicos para los procesos de transformar alimentos en tejidos vivos. Sobre todo, tiene sentido del ritmo de la vida, y sentido del tiempo, no sólo de horas y días, sino también de décadas; el cuerpo regula su propia niñez, pubertad y madurez, deja de crecer cuando ya no debe crecer, y produce una muela del juicio en un momento en que ninguno de nosotros pensó jamás en tal cosa. Nuestra sabiduría consciente no tiene nada que ver con nuestra muela del juicio. También fabrica antídotos específicos contra el veneno, en general con asombroso resultado, y hace todas estas cosas en absoluto silencio, sin el barullo acostumbrado en una fábrica, de modo que el metafísico superfino que conocemos no se perturba y está en libertad para pensar acerca de su espíritu o su esencia.
Referencias:
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